El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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viernes, 6 de enero de 2012

Hablemos de langostas


   La situación habitual es que llegamos de la tienda y hacemos las pequeñas preparaciones como llenar la olla y hervir el agua, y luego sacamos las langostas de la bolsa, o del recipiente de la tienda en el que hayan venido... y es ahí donde empiezan a pasar cosas incómodas. Por muy aturdida que esté una langosta como resultado del viaje a casa, suele volver alarmantemente a la vida cuando uno la mete en agua hirviendo. Si uno está volcando el recipiente dentro de la olla humeante, a veces la langosta intentará agarrarse a los lados del recipiente o incluso enganchar las pinzas en el borde de la olla como una persona que intenta no caerse desde el borde de un tejado. Y es peor cuando la langosta está completamente sumergida. Hasta cuando tapas la olla y te das la vuelta, por lo general puedes oír el repicar y el claqueteo de la tapa mientras la langosta intenta levantarla a empujones. O bien las pinzas de la criatura arañan los costados de la olla mientras se retuerce. La langosta, en otras palabras, se comporta más o menos como nos comportaríamos ustedes y yo mismo si nos echaran en agua hirviendo (con la excepción obvia de gritar). Una forma menos delicada de decir esto es que la langosta actúa como si estuviera sintiendo un dolor terrible, lo cual provoca que algunos cocineros tengan que salir de la cocina y llevarse con ellos uno de esos pequeños relojes de horno de plástico a otra habitación y esperar allí hasta que todo el proceso haya terminado.

  
    A aquellos  lectores de Gourmet que disfrutan de comidas bien elaboradas y presentadas donde haya  buey, ternera, cordero, cerdo, pollo, langosta, etcétera: ¿piensan ustedes en el (posible)  estatus moral y en el (probable) sufrimiento de los animales involucrados? De ser así, ¿qué  convenciones éticas han adoptado que les permiten no solamente comer sino también saborear y disfrutar de estas viandas a base de carne (ya que por supuesto el disfrute refinado, más allá de la simple ingestión, es el sentido último de la gastronomía)? Si, por otro lado, no quieren ustedes saber nada de confusiones ni convicciones, y las cosas como el párrafo anterior no les parecen nada más que un acto fatuo de mirarse el ombligo, ¿qué hace que les parezca bien, en su interior, descartar todo esto como algo fuera de lugar? Es decir, ¿es su rechazo a pensar en todo esto el producto de un verdadero pensamiento, o es simplemente que no quieren ustedes pensar en ello? Y en este último caso, ¿por qué no quieren? ¿Se plantean ustedes alguna vez, aunque sea ociosamente, por qué puede ser que no quieren pensar en ello? No estoy intentando acosar a nadie: tengo auténtica curiosidad.

D. F. Wallace: Hablemos de langostas. Barcelona: Mondadori, 2007, pp.  163 y 166-167.

David Foster Wallace (1962-2008)

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