El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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sábado, 2 de junio de 2012

Paseos (filosóficos) por la ciudad


Rousseau herborisant
   Antes del siglo XIX, los paseos filosóficos se encaminaron al campo, especialmente en el XVIII la naturaleza aparecía como un lugar de ensueño: el vestido de la Tierra despierta la meditación del filósofo (Rousseau) que a través de ella se interna en su propio interior y ajusta su pasado. Esta tradición no se rompe ni en el XIX (Thoreau, Hebbel) ni en el XX (Heidegger, Sebald); pero al pasar de las ensoñaciones del paseante solitario a las extrañezas del romántico nos vemos ante un cambio de escenario, abandonamos el campo y entramos en la ciudad.
E.T.A. Hoffmann
   E.T.A. Hoffmann escribe un cuento en 1822, el mismo año de su muerte, que bien puede servir de gozne: “La ventana esquinera de mi primo”, donde se recoge, apenas sin argumento, todo un “arte de ver” desde la habitación de un edificio que da a una feria y un teatro en Berlín. El arte de ver no es ya la pura contemplación de un paisaje, pues en la ciudad abundan los seres humanos, y el consuelo del voyeur es aquí fantasear sobre las vidas que transcurren al pie de su ventana. La masa humana es metáfora para Hoffmann de la vida siempre cambiante en la que “la variedad nunca es demasiado variada”. Protegido por la ventana y la altura, el narrador se muestra (aun estando enfermo de muerte) vivificado por el espectáculo. En esta misma estela, y de modo semiautobiogáfico, el gran paseante que fue Charles Dickens, capaz de recorrer decenas de kilómetros por su querido Londres, inicia la novela Almacén de antigüedades (1840-41) justificando los paseos urbanos con el objetivo de estudiar el tipo y el carácter de los transeúntes, algo que ya había puesto en práctica en sus inicios literarios, con los “esbozos” de Boz; y otro cuentista fantástico, Edgar Allan Poe, sitúa uno de sus más extraños cuentos en las calles de Londres, “El hombre de la multitud” (1840), en el que hallamos un narrador que ha superado una enfermedad y se encuentra en el estado anímico más opuesto al ennui: “El solo hecho de respirar era un goce”, afirma al inicio. La percepción de la masa por la avenida se integra en ese fervor por la vida renovada hasta que repara en un anciano singular que despierta su interés por la decrepitud de su semblante y su aspecto demoníaco. Lo sigue por las calles y se da cuenta de que ese hombre nunca abandona las zonas concurridas, calles comerciales o salidas del teatro, sin ningún objetivo especial más que verse rodeado por la masa, incapaz de estar solo: es el hombre de la multitud. Habrá que entender con esta expresión una simbólica patología, un nuevo demonio asociado a la vida en las ciudades.

Walter Benjamin
    Desde una perspectiva sociológica, Georg Simmel enlaza con el demonismo de Poe y reflexiona sobre “las grandes urbes y la vida del espíritu” en 1903, destacando la diferencia observable entre la estabilidad inconsciente de las impresiones en el campo, capaces por ello de despertar la sentimentalidad, frente a la multitud de impresiones urbanas que condicionan la vida anímica del sujeto y lo fuerzan a activar el entendimiento. Esta tendencia al entendimiento y al cálculo se concreta en la obsesión por la medida temporal y la actividad económica, lo que acaba enajenando al urbanita y despierta el rechazo de los grandes individualistas, pensemos en Nietzsche, en cuanto las grandes ciudades nos alejarían de las fuentes de la vida.
   Pero ya apuntábamos otra posibilidad para los paseos por la ciudad, la que sigue de cerca el desarrollo de las grandes urbes, el Londres que pasa de las luces de cera a las farolas de gas y a la luz eléctrica, o el París de los bulevares y grandes avenidas diseñadas por Haussmann. Aquí la referencia debe ser uno de los principales ensayos estéticos del XIX, “El pintor de la vida moderna” (1863), de Charles Baudelaire, que apoyado en las acuarelas de Constantin Guys y sus retratos de las costumbres urbanas, sirve como principal manifiesto de la modernidad estética. El pintor de la vida moderna es un flâneur, un paseante que está siempre en su casa cuando se halla fuera de ella, un yo que no se sacia de no-yo.  El giro es destacado por Baudelaire precisamente en relación con el siglo XVIII: lo bello ahora no se relaciona con la naturaleza y lo natural, sino con la ciudad y lo artificial. Esta belleza moderna es siempre de lo fugitivo y cambiante, aunque aspire a la eternidad, es fugitiva como los paisajes que transcurren al pasear por las calles y avenidas de la ciudad.
    En esta misma línea, Walter Benjamin se inspirará en Baudelaire para señalar
Baudelaire, por Nadar
algunos temas asociados a la nueva estética: la bohemia, los periódicos y folletines en los kioskos, la literatura de tipos, los paseantes, los pasajes urbanos con sus múltiples comercios, la masa, la velocidad, las mezclas y el fragmentarismo que explotará en su obra inacabada sobre el París de los pasajes. Aquí aparece un ensayismo de la ciudad no incompatible con la cultura, como si vida y cultura no pudieran ya considerarse por separado. Desde que observamos la ciudad con ojos filosóficos, los temas dignos de reflexión se amplían y se tornan más concretos. Nos dirigimos a las supercherías y el coleccionismo, a los adornos y la iluminación, a los trajes y la vida en los arrabales, las fotografías y los dibujos, los grabados y la venta ambulante. La perspectiva de Walter Benjamin es diferente a la de Simmel, porque admite la mirada no-económica y curiosa del flâneur, el paseante desocupado que, como el propio Benjamin, Franz Hessel o el cineasta Walther Ruttman, recorre una ciudad, en concreto Berlín, con actitud meditabunda y reflexiva, porque ha nacido allí, y por tanto mezcla sus recuerdos con el relato de la ciudad. El flâneur se vuelve filósofo, errabundo y soñador. Por eso lanza Benjamin un guiño a Rousseau aludiendo a los Paseos por Berlín de Hessel y dice que la ciudad ejerce “como recurso mnemotécnico del paseante solitario”. Ahora la urbe se abre como un paisaje, se solicita el amor a ella como antes se ha practicado el amor al campo. Surgen desde una nueva perspectiva los letreros luminosos, los enrejados, los kioskos, los buzones y los bronces, las terrazas y los cines… Nada escapa a la mirada del paseante, del sospechoso, del voyeur. Otros podrán estudiar, pero el paseante quiere aprender, no sólo multiplicar las impresiones, sino encontrar en ellas el suelo de la experiencia que les da el aura de lo
permanente… Lo bueno es que estos paseos filosóficos están al alcance de todos nosotros.


Fotograma de Berlín, Sinfonía de una ciudad (Walter Ruttman, 1927)

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